28.- Sobre la
abdicación del Rey, 1
El lunes pasado, de forma
inesperada y creo que inoportuna, el Rey, después de treinta y nueve años de
ejercicio, presentó su abdicación al país, dejando su puesto a su hijo Felipe,
que dentro de unas semanas pasará a denominarse Felipe VI. Muchos creíamos
desde hacía tiempo que ese movimiento dado sería fundamental para el
sostenimiento de la propia monarquía, pues el descrédito en el que la
institución había caído, hacía difícil, o problemática su permanencia en un
país eminentemente republicano como el nuestro, por lo que la situación de una
figura tan “quemada” o amortizada como la de Juan Carlos, demasiado asociada a
lo que algunos ya denominan el antiguo régimen, el de La Transición, por la de
Felipe, alguien sin apenas aristas conocidas, podría revitalizar de cara a la
opinión pública la imagen y la función de dicha institución. Era, como decía,
un movimiento necesario, pero también un movimiento que difícilmente se podría
llevar a cabo, sobre todo por aquello de que “los reyes mueren pero no abdican”,
motivo por el cual, desde la propia Casa del Rey se ha tenido que observar
excesivamente problemática la situación para propiciar el paso que se ha
realizado.
Al
parecer, según dicen, la decisión fue tomada en el mes de enero pasado,
fijándose el momento oportuno para hacerla efectiva, como así ha sido,
inmediatamente después de las elecciones al Parlamento Europeo, al estimarse,
estoy convencido, que el resultado de las mismas certificaría, aunque de forma
anémica, el mapa político que hasta la fecha había venido coloreando la vida
política de nuestro país. Pero aunque ciertamente el mapa no ha cambiado, al
menos en lo esencial, pues las fuerzas mayoritarias siguen siendo apoyadas por
el electorado, sí es verdad que han surgido nuevos sujetos políticos que han
revolucionado el momificado escenario en el que se desarrollaba nuestra vida
pública, por lo que creo, que ha sido un desatino, para ellos, haber cumplido
la promesa sin antes calibrar los pros y los contras, ya que lo más correcto
hubiera sido esperar a que desapareciera la resaca que han dejado las
elecciones, “parar la pelota” hasta que
el ambiente se enfriase, por ejemplo hasta después del verano, para hacer
efectiva la decisión, aunque ello implicase que la resolución del “caso Noos”,
en el que están implicados varios miembros de la propia familia real,
repercutiera aún más en el desprestigio de la Monarquía.
La
tan afamada Transición política a la democracia, que siempre ha sido tildada
por unos y por otros como modélica, y en la que hasta cierto punto se
justificaba socialmente la monarquía, sobre todo por los efectos negativos de
la crisis económica, se ha demostrado
que se encuentra completamente amortizada, o al menos agonizante, lo que
deja en el aire tanto a la institución monárquica como a la forma de entender
la política que se ha venido llevando a cabo durante todo este largo periodo de
tiempo. Realmente poco se puede salvar, y son las generaciones más jóvenes, que
sin duda son las más castigadas por la crisis, las que más subrayan el desapego
existente ante todo lo que les rodea, hacia los partidos y a los profesionales
de la política, hacia el sistema económico imperante, hacia la prensa
tradicional y por supuesto también hacia la monarquía, por lo que urge un
profundo cambio institucional que sea capaz de adecuar las estructuras que
hasta la fecha han venido rigiéndolo todo a la realidad actual. Sí, porque
ahora todo ha quedado al desnudo, comprendiéndose que la sociedad civil iba por
un camino mientras que las élites gobernantes, apoyándose en las estructuras
que instrumentalizaban en su beneficio, iban por otros, lo que a estas alturas,
como se ha demostrado, aún tímidamente en las pasadas elecciones, resulta
insostenible. Hace falta, por tanto, para que todo vuelva a renacer, con objeto
de que esta sociedad vuelva a recobrar el pulso y la vitalidad, que se
produzcan importantes cambios, algunos de los cuales tienen obligatoriamente
que ser radicales. En esta coyuntura, en esta extraña coyuntura es cuando se ha
producido la abdicación del Rey, lo que de forma obvia ha propiciado que desde
diferentes ángulos se ponga en cuestión a la propia institución monárquica.
En
un primer momento, los acontecimientos, han logrado que saquemos a pasear al
republicano que todos llevamos dentro, y para que determinadas formaciones
políticas desempolven sus banderas para
exigir un referéndum gracias al cual se pueda decidir, democráticamente, si la
monarquía debe seguir, o si por el contrario, se instaure la Tercera República.
No cabe duda de que aunque se llenen las plazas, tal y como se llenaron algunas
el propio lunes pasado, de manifestantes ondeando la enseña tricolor, el debate
sobre la monarquía, sobre la permanencia de la monarquía en este bendito país,
al tiempo que el de las innumerables reformas que necesariamente se tienen que
realizar, debe ir acompañado de una profunda y democrática reflexión que desemboque en la
constitución de una mayoría social capaz de soportar dichas transformaciones.
Volcarlo todo, apostarlo todo por la posibilidad de modificar la jefatura del
Estado, de cambiar la Monarquía por la República, en el fondo, aunque la
república siempre a algunos nos resulte más atractiva, y hasta cierto punto más
democrática, es algo que no tendría necesariamente que solventar ninguno de los profundos males
que nos aquejan, de suerte que sería cambia un florero de una determinada
tonalidad por otro para que todo, absolutamente todo permanezca igual, al menos en lo importante. No obstante,
es esencial que sepamos de qué hablamos cuando hablamos de República y de
Monarquía parlamentaria, pues puede que las diferencias no sean tan
apreciables.
05.06.14
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