lunes, 3 de junio de 2013

Sobre la monarquía

 
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Sobre la monarquía

No deja de llamarme la atención la excesiva repercusión mediática que está provocando la imputación de la Infanta Cristina por “el caso Nóos”, pues a pesar de que todos intuíamos lo que podía pasar, o de lo que con seguridad tendría que pasar, ya que su actitud en el mismo en ningún momento ha sido de recibo, me ha sorprendido encontrarme con un tsunami de tal envergadura. Posiblemente se ha debido, al hecho de que hasta hace poco, la Casa Real era intocable en este país, manteniéndose al margen del escrutinio de los medios de comunicación, que son los que han levantado la liebre del mal hacer de algunos miembros de tal real familia. Lo que ha pasado tenía que pasar, pues al verse visto salvaguardados, se habían creído que podían hacer de su “capa un sayo”, y que en consecuencia se encontraban “más allá del bien y del mal”, incurriendo en liberalidades que estimaban que jamás se les tendría en cuenta. Ni que decir tiene que la culpa es de ellos, pero también, y esto hay que subrayarlo, del escaso control democrático que ha existido, como ha ocurrido en tantas otras cuestiones que nos han conducido a la difícil situación en la que en estos momentos nos encontramos. Lo mismo, o más de lo mismo ha ocurrido con los partidos políticos, con esas mastodónticas estructuras, que como grandes sabandijas, se han adherido a nuestro cuerpo social apoderándose de parte de su vitalidad. Si algo parece claro a estas alturas, es que la hasta hace poco modélica Transición Política a la Democracia ha sido un fracaso, pues apoyándose en la idea, en principio comprensible, de fortalecer a unas instituciones muy débiles, se crearon los instrumentos necesarios, para que una parte esencial del sistema, como la propia Corona o los Partidos Políticos quedaran en buena medida al margen de la fiscalización democrática, y claro, “de aquéllos polvos, estos lodos”.
Aunque se está dando una gran cobertura al tema de la Casa Real, no creo que la importancia de lo que ha ocurrido en la misma, o desde la misma, sea para tanto, entre otras razones porque la trascendencia de los actos de la Corona es muy relativa, aunque evidentemente puede provocar cierto y comprensible morbo, o ser utilizado el tema para canalizar hacia él parte del descontento existente. Es posible, por tanto, que los problemas por los que está pasando la institución monárquica se estén instrumentalizando para ocultar o aparta de la primera línea de fuego otros problemas que sí tienen una importancia radical, como la cuestión de la incapacidad y de la rapacidad de la clase política de este bendito país, que sin duda, es la causante de la mayor parte de los problemas que nos están embargando.
Desde mi punto de vista, a nuestra clase política hay que acusarla en primer lugar de la escasa labor pedagógica que ha realizado, tanto en lo referente a la creación de una cultura democrática, como a la articulación de una sociedad que se asentara sobre valores cívicos, críticos y sostenibles, posiblemente porque así evitarían en el tiempo un control exhaustivo sobre ella, y potenciar por el contrario una sociedad dependiente y anémica, exactamente aquello que le interesaba a los poderes antiguamente llamados fácticos que son los que desde un primer momento han controlado a esa clase política. En fin, un despropósito.
La denominada clase política, desde hace un tiempo en jaque por los medios de comunicación y por la judicatura, parece que ha encontrado, de forma momentánea, un tema que le sustituya en la cabecera de la crónica de sucesos de los medios, ocultando que gran parte de los odios y de la críticas que hoy en día se dirigen a la Monarquía, tienen su origen en la dejación ejercida voluntariamente por la propia clase política, y olvidando, que al abrir las puertas de lo que hasta hace poco era una institución hermética, se está dejando que se ataque, cada día que pasa con una munición de mayor calibre, y creo que irresponsablemente, al teórico centro institucional del sistema. Son ya pocos los que dudan, al menos en su fuero interno, que el modelo elegido para llevar a cabo la Transición Política si no ha supuesto un fracaso absoluto, sí tenía una fecha de caducidad que no se ha respetado, lo que ha provocado que a las primeras de cambio, en el momento en que la coyuntura se ha vuelto adversa, todo haya estallado por los aires, pues las zonas de sombras que propició como necesarias, apoyadas por la insensata despolitización impuesta a la sociedad, ha provocado focos de corrupción inaceptables en un país moderno, como muchos creíamos que era España hasta hace poco.
Cuando digo que se está dejando que se ataque de forma irresponsable a la institución monárquica, evidentemente no quiero decir que la clase política tenga que neutralizar las críticas que con razón se están realizando, sino por el contrario, que tiene la obligación de liderar esas críticas con objeto de fortalecer a dicha institución, para impedir que la Corona, a la que tanto alaban en público pero a la que tan poco se respeta, se desmorone como lo está haciendo, sólo para que gracias a ella se pueda desviar, repito que irresponsablemente, las fuertes críticas que la propia clase política está recibiendo desde hace algún tiempo. El problema, o la cuestión, es que en un país tan extraño como España, pocos comprenden, y lo digo desde mi republicanismo, el poder moderador, estabilizador, pero sobre todo vertebrador que puede llevar a cabo una monarquía moderna que se asiente sobre el respeto a la norma y sobre la transparencia que exige todo sistema democrático. Sí, parece que en este país todos hemos tomado a la monarquía como algo meramente anecdótico, como una especie de exótica guinda impuesta, cuya única finalidad, es la de ejercer las funciones de relaciones públicas para la ahora tan renombrada “Marca España”, sin que casi nadie comprenda que existen otras tareas más importantes, de consumo interno, que tiene la obligación de ejercer.
Hoy, cuando todo se desmorona, cuando la quiebra de los partidos políticos y de la política parece evidente, cuando la propia integridad del país se pone en duda, se echa en falta un centro neurálgico creíble, que en momentos como los actuales, en donde nada parece dotado de la estabilidad suficiente, sirva de contrapeso al movimiento que estamos observando y padeciendo de “sálvese quien pueda”, en el que cada particularismo se apoya en el que encuentra a su lado para no hundirse sólo. Pues bien, ese centro estabilizador, creíble y al mismo tiempo dotado de la estabilidad institucional basada precisamente en intentar conjugar a todos esos particularismos existentes, a toda la pluralidad que debe coexistir en toda sociedad moderna, en España debería de ser la Monarquía, o al menos para esa finalidad fue ideada, pero que también hubiera podido ser, si se hubiera optado por ello, la presidencia de una república. Una Monarquía que también, en estos momentos parece hacer agua por todas partes, careciendo debido a sus escándalos internos de margen de maniobra, y a ante la que nadie parece estar interesado por hacer nada que pueda evitar su hundimiento definitivo. Y el problema, aunque sólo sea para que quede algo sólido, es que hace falta algo creíble que al menos nos haga comprender que no todo es naufragio. En Italia, cuyo modelo político siempre se ha intentado evitar, la quiebra del sistema de partidos se contrarresta con la existencia de un Presidente de la República creíble y hasta cierto punto respetado, que en estos momentos es Napolitano, cuya sola existencia en el caos institucional existente, aporta cierta estabilidad. Por el contrario, aquí, ni la política, ni la monarquía, ni las empresas ni los sindicatos, consiguen aportar algo tan básico para un país como es la credibilidad o la estabilidad institucional.
Evidentemente no he querido realizar una defensa de la Monarquía, pues sus representantes parecen que desde hace años han estado viviendo en otro mundo, y cuyos errores de bulto, que en el fondo no son tan excesivos como a veces se nos presentan, tendrán que dirimir ante los tribunales de justicia o ante la opinión pública, ya que de lo que he tratado de hablar, es de que también lo que ha debido mantenerse estable se ha desmoronado, y que pocos son los interesados en que recobre su solidez cuando ellos mismos también se están hundiendo. La catarsis cada día parece más necesaria.

05.04.13

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