ACERCAMIENTOS
(acb.022)
Julio
Anguita vs Santiago Carrillo
Ayer
de forma casual, me encontré con unos amigos con los que estuve
hablando un buen rato sobre temas que iban cambiando con gran
rapidez, lo que era consecuencia lógica del tiempo que hacía que no
nos veíamos. Sabíamos que íbamos a estar pocos momentos juntos y
queríamos, como siempre ocurre en estos casos, dejar nuestra
posición, la de ellos y la mía, lo suficientemente enmarcada, para
que quedara constancia de donde nos encontrábamos. Casi al final de
la conversación, cuando ya habíamos hablado de casi todo lo que se
habla en estos casos, de la familia, del trabajo, de la crisis…,
uno de ellos me dijo que acababa de leer una entrevista que le habían
realizado a Julio Anguita, del que no tenía noticias desde hacía
mucho tiempo, con la que se había vuelto a emocionar, como a menudo
le ocurría cuando el antiguo alcalde de Córdoba estaba en plena
forma y contaba con un puñado de años menos. Sí, le comente que
yo también, una semana antes, había presenciado una entrevista con
el viejo dirigente izquierdista en televisión, entrevista que me
había llamado la atención, al haber comprobado una vez más, que a
pesar de los años y de los achaques, “los viejos rockeros nunca
mueren”. Y era verdad, me sorprendió Julio Anguita, cuyo aspecto
cada día se parecía más al de un fraile franciscano, manteniendo
para colmo su ya legendaria y mesiánica lucidez, lo que siempre le
había aportado, y le sigue aportando un cierto atractivo que aún
consigue enamorar a muchos, como por ejemplo a mi amigo.
Sí,
Julio Anguita sigue enamorando a muchos, porque cuando habla sus
palabras son luminosas, claras, precisas, cuadrando en ellas todo a
la perfección, observándose desde las mismas un panorama mucho más
diáfano y comprensible, y esto, en los tiempos en que vivimos,
consigue llamar poderosamente la atención. Llama la atención porque
en un mundo, en una realidad como la actual, en donde cada día que
pasa todo se torna más gris, más embarullado, es de agradecer que
de vez en cuando aparezca alguien para recomendarnos con
tranquilidad, sin dudas y sin levantar la voz, el camino por el que
necesariamente tenemos que transitar.
Es
curioso, por lo contradictorio que resulta, que a pesar de los medios
con los que se cuenta, de la cantidad de información que
cotidianamente maneja el hombre de nuestro tiempo, da la sensación
de que éste, cada día que pasa se haya más perdido, encontrándose
sin saber a ciencia cierta si defender estos planteamientos con los
que acaba de tropezar o aquellos otros que los contradicen, pues la
diversidad, la pluralidad extrema en la que vive, paradójicamente,
ha logrado desubicarlo y desorientarlo. Hace falta mucho tiempo en la
actualidad para descodificar la ingente y contradictoria información
que llega, casi toda ella repleta de mensajes implícitos nada
gratuitos, por lo que mantener una opinión sólida y fundamentada
en una realidad tan líquida como la actual, es en sí una heroicidad
que exige un esfuerzo que no todo el mundo, y resulta lógico, está
dispuesto a realizar. Ante tal realidad, algunos se refugian
acríticamente en cuatro o cinco ideas que creen irrebatibles, sean
cuales sean éstas, mientras que la mayoría prefiere no
pronunciarse, al ser conscientes que nadan en ese territorio de
nadie, que para colmo se encuentra superpoblado, en donde se asienta
el vacuo y siempre socorrido “pensamiento mayoritario”.
Por
lo anterior, hoy se echa en falta y se aplauden a rabiar todos
aquellos discursos que con rotundidad le “llame pan al pan y al
vino vino”, aquellos que, sin mostrar duda alguna, y al ser posible
con cierta amenidad, digan en cada momento lo que hay que decir,
dejando claro una vez más aquello que tanta falta nos hace oír, que
incluso en unos tiempos como los actuales, “dos más dos siguen
siendo cuatro”. En esta situación que consigue desestabilizar a
muchos, aparecen figuras como la de Julio Anguita, siempre predicando
y afirmando (él siempre afirma), al tiempo que recuerda las ideas
fundamentales que en ningún momento hay que olvidar. Escuchar a
Anguita reconforta, aporta fuerzas, sobre todo a aquellos que se
encuentran cerca de su pensamiento político, espanta dudas, pero al
mismo tiempo se observa algo en él, que al menos a algunos nos llena
de preocupación. Resulta preocupante porque Julio Anguita es un
político, un político y no un ideólogo, dos actividades, que
aunque muchos crean que se encuentran íntimamente unidas son
radicalmente diferentes, de suerte, que de forma constante entran en
colisión. Julio Anguita es un ideólogo que se “metió” un día
a político, como hubiera podido hacerse militar o sacerdote
(actividades ambas que también cuadran con su perfil), dedicándose
a predicar su doctrina por las calles y por las plazas, al grito de
que lo importante es tener un programa, como si con cuatro o con
veinte postulados concatenados, en una sociedad como la nuestra, en
la complejidad de las mismas, todo estuviera solucionado. El
problema de Anguita es que es un creyente, alguien que sólo con
mucha dificultad puede llegar a comprender que existe otra verdad que
la suya, lo que consigue descalificarlo como político.
Un
político de verdad es, tiene que ser necesariamente diferente, lo
que no quiere decir que tenga que carecer de ideología, pero lo que
está claro es no puede estar enamorado de ella, pues tal hecho le
incapacitaría para su labor. El político de raza, el político
necesario, el que se aleja por igual del político ideólogo como del
político funcionario, es el que sabe que de vez en cuando hay que
bajarse de la tribuna, del estrado, para enfrentarse de tú a tú con
los que piensan de forma distinta, al estar convencido que sólo
poniendo sobre la mesa todas las formas de entender la realidad, se
podrá llegar a acuerdos que consigan abrir caminos consensuados por
los que sea posible que todos puedan adentrarse para desarrollar sus
vidas sin demasiados problemas. Sí, la misión del político es la
de encontrar el consenso, a sabiendas que tal hecho implica, dejar
parte de los postulados que se poseen en el camino, en aras de
acuerdos beneficiosos para el conjunto de la comunidad, algo que para
los fundamentalistas de cualquier filiación resulta abominable. La
ambición de todo fundamentalista es la de conseguir implantar
íntegramente su concepción ideológica, mientras que la del
político de raza es la de llegar a acuerdos que le permitan tener
que abandonar el menor número posible de postulados, con objeto de
llegar a un entendimiento que posibilite un marco social aceptable
para todos.
La
luminosidad de Julio Anguita, que con tanta facilidad suele enamorar
a todos los que embobados escuchan sus proclamas, incluso a aquellos
que se sitúan en posicionamientos diferentes a los suyos, y que
nunca han servido para otra cosa que para eso, para seducir a los que
necesitan ser seducidos, contracta con las tonalidades ensombrecidas
y grisácea que siempre han acompañado a Santiago Carrillo, que
desgraciadamente ha fallecido hace unos días. Carrillo sí ha sido
un político de raza, un político inteligente y no un político
enamorado de sus dioses y de sus creencias, al ser alguien que
comprendió, aunque fuera un poco tarde, que existían diferentes
formas de ver y de entender la realidad, y que el hecho de ser
político, de querer ser político, le obligaba a intentar, en la
medida de lo posible, entenderse con los representantes de las
opciones ideológicas diferentes a la suya.
En
España sobran políticos funcionarios, haciendo falta más políticos
de raza, más políticos que desde la inteligencia, como en su
momento hizo Carrillo, tengan la altura suficiente como para desde la
misma ver algo más que sus propios hombros. Afortunadamente, si se
exceptúa a Anguita, que por mucho que últimamente se esté moviendo
ya está completamente amortizado, en este país no abundan los
políticos ideólogos, aquellos que parecen que tienen como única
función real la de fomentar el populismo, aunque con toda seguridad
existe una elevada demanda de ellos. Espero que no reaparezcan, pues
ante todo son peligrosos.
Lunes,
24 de septiembre de 2012
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